domingo, 29 de enero de 2012
Un feo en Buenos Aires
Edmundo era alto, muy alto, y sus proporciones no eran precisamente las de Apolo. Tenía las manos muy grandes y una cara enorme, siempre prolijamente adornada por un bigote. En la calle, con su andar lento y parsimonioso, intimidaba a los que no lo conocían. Pero a poco de ponerse a hablar, se descubría en él a un enorme bonachón, un grandote dulce y, además, un arcón lleno de anécdotas y vivencias tejidas en la Buenos Aires de los años de oro.
Había nacido en el suburbio, hijo de un jefe de estación ferroviaria que quería una familia culta y educada. Y mandó a todos sus hijos a la escuela y a la academia de música. Allí Edmundo conoció a Schopin, a Wagner, a Mozart. Pero mantuvo la delicada y criteriosa actitud de no olvidarse de los lugares en los que se movía.
Clases de guitarra clásica a la mañana. Y milongas, arrabales y cuchilleros al anochecer.
Así, este grandote feo y bueno, recorrió cuanta cantina, cabaret y pulpería pudo. Allí donde la pampa y el gauchaje tejen su encuentro con la ciudad. Allí donde vuelcan sus mercaderías, sus granos y sus vacas, pero también sus costumbres, su identidad y su música. Edmundo absorbió amablemente estas costumbres y supo amalgamarlas con la música del riachuelo, esa rara mezcla de candombe, copla andaluza y canzonetta napolitana.
Sus comienzos en el tango fueron difíciles, porque le tocó en suerte una voz muy grave para el estilo que se cultivaba en su época, ese estilo agudo y alto de los Corsini o los Magaldi. Pero no arrugó frente a los sucesivos NO que los directores le dispensaron y siguió con su cuarteto de guitarras recorriendo la noche. Hasta que se cruzó en su camino José De Caro, luego Horacio Salgán y finalmente el enorme Aníbal “Pichuco” Troilo, con los que se convirtió en los 50 y 60 en uno de los cantores más prestigiosos y más respetados de Buenos Aires.
Era un verdadero hombre del arte y la cultura, con una mente abierta (dentro de la sociedad y la época en que se movía) y con intereses amplios, que supo reconocer que la milonga, el lunfardo y el arrabal conforman un todo armónico e indisoluble que es la marca de agua del tango rioplatense.
En 1969, cuando ya era un prócer, fundó junto a amigos, en la esquina de Independencia y Balcarce, en pleno corazón de San Telmo, un boliche al que llamó como lo que realmente había sido (además de Hospital Británico y Comisaría), “El Viejo Almacén”, por el que luego pasarían centenares de personajes célebres, desde Juan Carlos de Borbón hasta Caetano Veloso, para conocer y homenajear al Feo, que nunca pretendió de ese boliche un lugar para estafar turistas sino un lugar de reunión y celebración de la identidad porteña.
Piazzolla y Borges lo ungieron cantor de su impecable obra “El Tango” con piezas de colección como Milonga para Jacinto Chiclana.
El video que abre este post pertenece a esa dorada pero ya irreversiblemente ida época del tango de la que Edmundo Rivero fue actor principal.
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